Category: CUENTOS DEL MUNDO


 

No lo creí. Los ángeles tenían cosas más importantes que hacer con su tiempo que observar si yo era un niño bueno o malo. Aun con mi limitada sabiduría de un niño de siete años, había decidido que, en el mejor de los casos, el Ángel sólo podía vigilar a dos o tres muchachos a la vez… y ¿por qué habría de ser yo uno de éstos? Las ventajas, ciertamente, estaban a mi favor. Y, sin embargo, mamá, que sabía todo, me había repetido una y otra vez que el Ángel de la Navidad sabía, veía y evaluaba todas nuestras acciones y que no podíamos compararlo con cualquier cosa que pudiéramos entender nosotros, los ignorantes seres humanos. De todos modos, no estaba muy seguro de creer en el Ángel de la Navidad.

Todos mis amigos del barrio me dijeron que Santa Claus era el que llegaba la víspera de la Navidad y que nunca supieron de un ángel que llevara regalos. Mamá vivió en América durante muchos años y bendecía a su nueva tierra como su hogar permanente, pero siempre fue tan italiana como la polenta y, para ella, siempre sería un ángel. «Quién es este Santa Claus?», solía decir. «Y, ¿qué tiene que ver con la Navidad?».

Además, debo reconocer que nuestro ángel italiano me impresionaba mucho. Santa Claus siempre era más generoso e imaginativo. Les llevaba a mis amigos bicicletas, rompecabezas, bastones de caramelo y guantes de béisbol. Los ángeles italianos siempre llevaban manzanas, naranjas, nueces surtidas, pasas un pequeño pastel y unos pequeños dulces redondos de ‘orosuz’ que llamábamos bottone di prete (botones de sacerdote) porque se parecían a los botones que veíamos en la sotana del padrecito. Además, el Ángel siempre ponía en nuestras medias algunas castañas importadas, tan duras como las piedras. Debo admitir que nunca supe qué hacer con las castañas.

Finalmente se las dábamos a mamá para que las hirviera hasta que se sometieran y luego las pelábamos y las comíamos de postre después de la cena de Navidad. Parecía un regalo poco apropiado para un niño de seis o siete años. A menudo pensé que el Ángel de la Navidad no era muy inteligente.

Cuando cuestioné a mamá acerca de esto, ella solía contestar que no me correspondía a mí, «que todavía era un muchachito imberbe», poner en tela de juicio a un ángel, especialmente al Ángel de la Navidad.

En esta época navideña en particular, mi comportamiento de un siete años era todo menos ejemplar. Mis hermanos y hermanas, todos mayores que yo, por lo visto nunca causaban problemas. En cambio yo siempre estaba en medio de todos los problemas. A la hora de la comida aborrecía todo. Me obligaban a probar un poco di tutto (de todo) y cada comida se convertía en un reto… Felice, como me llamaba la familia, contra el mundo de los adultos. Yo era el que nunca me acordaba de cerrar la puerta del gallinero, el que prefería leer a sacar la basura y el que, sobre todo, reclamaba todo lo que mamá y papá hacían, sentían u ordenaban. En pocas palabras, era un niño malcriado.

Cuando menos un mes antes de la Navidad, mamá me advertía: «Te estás portando muy mal, Felice. Los ángeles de la Navidad no llevan regalo a los niños malcriados. Les llevan un palo de durazno para pegarte en las piernas. De modo que – me amenazaba – más vale que cambies tu comportamiento. Yo no puedo portarme bien por ti. Sólo tu puedes optar por ser un buen niño».

«¿Qué me importa? – contestaba yo – . De todos modos el ángel nunca me trae lo que quiero. «Y durante las siguientes semanas hacía muy poco para ‘mejorar mi comportamiento’.

Como sucede en la mayoría de los hogares, la Nochebuena era mágica. A pesar de que éramos muy pobres, siempre teníamos comida especial para la cena. Después de cenar nos sentábamos alrededor de la vieja estufa de leña que era el centro de nuestras vidas durante los largos meses de invierno y platicábamos y reíamos y escuchábamos cuentos. Pasábamos mucho tiempo planeando la fiesta del día siguiente, para la cual nos habíamos estado preparando toda la semana. Como éramos una familia católica, todos íbamos a confesarnos y después nos dedicábamos a decorar el árbol. La noche terminaba con una pequeña copa del maravilloso zabaglione de mamá. ¡No importaba que tuviera un poco de vino; la Navidad sólo llegaba una vez al año!.

Estoy seguro de que sucede con todos los niños, pero no era casi imposible dormir en la Nochebuena. Mi mente divagaba. No pensaba en las golosinas, sino que me preocupaba seriamente la posibilidad de que el ángel de la Navidad no llegara a mi casa o que se le acabaran los regalos. Me emocionaba mucho la posibilidad de que Santa Claus olvidara que éramos italianos y de cualquier modo nos visitara sin darse cuenta de que el Ángel ya me había visitado. ¡Así recibiría el doble de todo!

¿Por qué sucede que en la mañana de Navidad, por poco que se duerma la noche anterior, nunca resulta difícil despertar y levantarnos? Así ocurrió esa mañana en particular. Fue cuestión de minutos, después de escuchar los primeros movimientos, para que todos nos levantáramos y saliéramos disparados hacia la cocina y el tendedero donde estaban colgadas nuestras medias y debajo de éstas se encontraban nuestros brillantes zapatos recién lustrados.

Todo estaba tal como lo habíamos dejado la noche anterior. Excepto que las medias y los zapatos estaban llenos hasta el tope con los generosos regales del Ángel de la Navidad… es decir, todos excepto los míos. Mis zapatos, muy brillantes, estaban vacíos. Mis medias colgaban sueltas en el tendedero y también estaban vacías, pero de una de ellas salía una larga rama seca de durazno.

Alcancé a ver las miradas de horror en los rostros de mi hermano y mis hermanas. Todos nos detuvimos paralizados. Todos los ojos se dirigieron hacia mamá y papá y luego regresaron a mí.

– Ah, lo sabía – dijo mamá -. Al Ángel de la Navidad no se le va nada. El Ángel sólo nos deja lo que merecemos.

Mis ojos se llenaron de lágrimas. Mis hermanas trataron de abrazarme para consolarme, pero las rechacé con furia.

– Ni quería esos regalos tan tontos – exclamé -. Odio a ese estúpido Ángel. Ya no hay ningún Ángel de la Navidad.

Me dejé caer en los brazos de mamá. Ella era una mujer voluminosa y su regazo me había salvado de la desesperación y de la soledad en muchas ocasiones. Noté que ella también lloraba mientras me consolaba. También papá. Los sollozos de mis hermanas y los lloriqueos de mi hermano llenaron el silencio de la mañana.

Después de un rato, mi madre dijo, como si estuviera hablando con ella misma:

– Felice no es malo. Sólo se porta mal de vez en cuando. El Ángel de la Navidad lo sabe. Felice sería un niño bueno si hubiera querido, pero este año prefirió ser malo. No le quedó alternativa al Ángel. Tal vez el próximo año decida portarse mejor. Pero, por el momento, todos debemos ser felices de nuevo.

De inmediato todos vaciaron el contenido de sus zapatos y medias en mi regazo.

– Ten – me dijeron -, toma esto.

En poco tiempo otra vez la casa estaba llena de alegría, sonrisas y conversación. Recibí más de lo que cabía en mis zapatos y medias.

Mamá y papá habían ido a misa temprano, como de costumbre. Juntaron las castañas y empezaron a hervirlas durante muchas horas en una maravillosa agua llena de especias y había otra olla hirviendo entre las salsa. Los más delicados olores surgieron del horno como mágicas pociones. Todo estaba preparado para nuestra milagrosa cena de Navidad.

Nos alistamos para ir a la iglesia. Como era su costumbre, mamá nos revisó, uno por uno; ajustaba un cuello aquí, jalaba el cabello por allá, una caricia suave para cada uno… Yo fui el último. Mamá fijó sus enormes ojos castaños en los míos.

– Felice – me dijo -, ¿entiendes por qué el Ángel de la Navidad no pudo dejarte regalos?
– Sí – respondí.
– El Ángel nos recuerda que siempre tendremos lo que merecemos. No podemos evadirlo. Algunas veces resulta difícil entenderlo y nos duele y lloramos. Pero nos enseña lo que está bien hecho y lo que está mal y, así, cada año seremos mejores.

No estoy muy seguro de haber entendido en aquellos momentos lo que mamá quiso decirme. Sólo estaba seguro de que yo era amado; que me habían perdonado por cualquier cosa que hubiese hecho y que siempre me darían otra oportunidad.

Jamás he olvidado aquella Navidad tan lejana. Desde entonces, la vida no siempre ha sido justa ni tampoco me ha ofrecido lo que creí merecer, ni se me ha recompensado por portarme bien. A lo largo de los años he llegado a comprender que he sido egoísta, malcriado, imprudente y quizá, en ocasiones, hasta cruel… pero nunca olvidé que cuando hay perdón, cuando las cosas se comparten, cuando se da otra oportunidad y amor sin límite, el Ángel de la Navidad siempre está presente y siempre es Navidad.

 

                                                                                                     

EL NACIMIENTO DEL ARCOIRIS

 

…” si uno llega al final del Arco Iris… se encontrará con la vasija llena de monedas de oro”.

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Hace mucho, mucho tiempo, en la espesa selva verde esmeralda habitaban unos pequeños animalitos que provocaban la admiración de todos aquellos que tenían la suerte de poder verlos. Eran siete magníficas mariposas, todas diferentes, pero cada una con sus alas pintadas de un color brillante y único. Su belleza era tal, que las flores de la selva se sentían opacadas cada vez que las mariposas revoloteaban a su alrededor.


Eran inseparables, y cuando recorrían la selva parecían una nube de colores, deslumbrante y movediza. Pero un día, una de ellas se hirió con una aguda espina y ya no pudo volar con sus amigas. El resto de las mariposas la rodeo, y pronto comprendieron que la profunda herida era mortal.
 

 Volaron hasta el cielo para estar cerca de los dioses y, sin dudarlo, ofrecieron realizar cualquier sacrificio con tal de que la muerte de su amiga no las separara. Una voz grave y profunda quebró el silencio de los cielos y les preguntó si estaban dispuestas a dar sus propias vidas con tal de permanecer juntas, a lo que todas contestaron afirmativamente.
 
 

 En ese mismo instante fuertes vientos cruzaron los cielos, las nubes se volvieron negras, y la lluvia y los rayos formaron una tormenta como nunca se había conocido. Un remolino envolvió a las siete mariposas y las elevó más allá de las nubes. Cuando todo se calmó y el sol se disponía a comenzar su trabajo para secar la tierra, una imponente curva luminosa cruzó el cielo, un arco que estaba pintado con los colores de las siete mariposas, y que brillaba gracias a las almas de estas siete amigas que no temieron a la muerte con tal de permanecer juntas.

 


 

LA PINCOYA

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Huenchula era la esposa del rey del Mar. Vivía con él desde hacía un año.

Acababa de tener una hija, y quería llevarla a casa de sus abuelos, en tierra firme.

Iba recargada, porque además de su bebé traía muchos regalos.

Su esposo, el Millalobo, los enviaba para sus suegros. Era una disculpa por haber raptado a su hija.

 

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Huenchula tocó a la puerta de la cabaña. Desde que le abrieron, hubo un alboroto de alegría. Palabras superpuestas a los abrazos. Risas lagrimeadas. Frases interrumpidas.

Los abuelos quisieron conocer a su nieta. Pero estaba cubierta con mantas.

Huenchula les describió cada una de sus gracias. Les hizo escuchar sus ruiditos. No los dejó verla.

Sobre su hija no podían posarse los ojos de ningún mortal.

Los abuelos entendieron. Esta nieta no era un bebé cualquiera. Era la hija del rey Mar. Por lo tanto, tenía carácter mágico y la magia tiene leyes estrictas.

Pero cuando su hija salió a buscar los regalos y los dejó solos con la bebé, por un ratito nomás, los viejitos se tentaron.

Se acercaron a la lapa que servía de cuna de su nieta y levantaron apenas la puntita de las mantas para espiar. Total, ¿qué podía tener de malo una miradita?

La beba era como el mar en un día de sol. Era un canto a la alegría.

No querían taparla de nuevo, ni sacarla de su vista. En eso regresó Huenchula, vio a su hija y gritó.

Bajo la mirada de sus abuelos la pequeña se había ido disolviendo, convirtiéndose en agua clara.

Huenchuela se llevó en la lapa las mantas, y a su bebé de agüita. Se fue llorando a la orilla.

En el mar volcó despacio lo que traía. Luego se zambulló y nadó entre lágrimas y olas hasta donde estaba su marido, que la esperaba calmo y profundamente amoroso.

El Millalobo la tranquilizó.

—¿Por qué no miras hacia atrás?

Ahí estaba la Pincoya, su hija. El mar la había hecho crecer de golpe.

Era una adolescente de cabellos dorados, con el mismo encanto de un bebé estrenando el mundo.

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Desde entonces, la Pincoya habita el mar, con su apariencia adolescente y bonita.

Es un espíritu benigno.

Cuando una barca de pescadores es atrapada en una tormenta, la que apacigua los ánimos es la Pincoya.

Cuando hay problemas lejos de la costa, la que ayuda a encontrar el rumbo es la Pincoya.

Cuando alguien naufraga, lo rescata la Pincoya.

Acompañada de sus dos hermanos, la Sirena y el Pincoy, se asegura de que los náufragos regresen a sus hogares con vida.

Pero a veces, hasta ellos tres llegan tarde.

Entonces, toman los cuerpos sin vida y los llevan suavemente hasta el Caleuche, el buque fantasma habitado por los hombres que nunca abandonarán el mar.

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Las noches de luna llena, son noches de promesa.

La Pincoya, vestida de algas, baila en la orilla.

Si baila de espaldas al mar, habrá escasez de pesca.

Si baila frente al mar, habrá abundancia de peces y mariscos.

Y si alguien tiene la suerte de verla bailar, esa persona tendrá magia en su vida.

 Leyenda  Chilena

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EL REY BÚHO

 

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Hace mucho tiempo, los pájaros eran mucho más sabios que los hombres y no necesitaban que los gobernasen ni reyes ni ministros. Ni siquiera el Consejo de Pájaros se preocupaba de promulgar leyes y, durante las reuniones, se contaban una historia tras otra y hablaban de quien había nacido, de quien había muerto o de los pajarillos que se habían quedado huérfanos. Se preocupaban de cosas mucho más importantes que de ordenes o prohibiciones. Los pájaros vivían bajo la sabia ley del amor y la amistad. No conocían ni el odio ni la ira.

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Pero, un día , un hombre malvado llego a su reino. Miró a su alrededor y sintió envidia de la felicidad de los pájaros.

-¿ Por qué no te pones a la cabeza de los demás? -preguntó al pavo-. Eres sin duda el más bello. El pavo se sintió muy halagado.

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-¿ Por qué eres amigo de la humilde codorniz? -preguntó el hombre al águila-. ¡Con lo noble y fuerte que tú eres! ¡Bajando en picado desde lo alto, conseguirías abrirle la cabeza con tu fuerte pico!

Entonces el águila se infló tanto de orgullo que agarró el nido de la codorniz con sus afiladas garras y lo destruyó. Así, poco a poco, pero con éxito, aquel hombre malvado fue esparciendo la semilla de la discordia entre los pájaros.

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Muy pronto en el reino de los pájaros sólo hubo desorden. Los pájaros se peleaban, se insultaban, se gritaban. Al final, los más fuertes empezaron a perseguir a los más débiles. Cada uno estaba orgulloso de su especie y no se preocupaba de los demás.

No podemos continuar de esta forma”, se dijo un día el minúsculo colibrí, y convocó a una reunión de todos los pájaros más pequeños. Todos juntos se dirigieron volando a la cima de la montaña donde el águila tenia su nido.

 

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– ¡Queremos justicia! – gritaron-. Eres la mÁs fuerte y debes ponerte a la cabeza de los pájaros obligándoles a no hacerse mas daño.

El águila, halagada por la elección, se dispuso a coger rápidamente el cetro. Pero el hombre malvado le dijo:

-Águila eres tonta. Un rey sólo es esclavo de sus súbditos. Siempre debe estar pendiente de su bienestar, de resolver sus ridículos litigios y proteger a los débiles de los fuertes. Deberíais elegir rey al búho, tiene unos ojos preciosos porque ve de noche, pero de día, cuando los demás pájaros vuelan felices bajo el esplendor del sol, el búho esta completamente ciego. No se entrometerá en vuestros asuntos y cada cual hará lo que más le plazca.

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El águila decidió que era buena idea y el búho se convirtió en el rey de los pájaros. Rey búho duerme de día y, de noche, cuando los demás están acurrucados en sus nidos, ejerce su poder. Y así, hasta hoy, todavía no hay paz entre los pájaros.

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ECLIPSE DE LUNA

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Érase una vez un hada llamada Ivell. Vivía en un bosque de una lejana tierra, muy cerquita de un precioso lago, junto con otras muchas hadas. Pero Ivell tenía un problema… no conseguía desplegar sus alas y, por tanto, no podía volar.

Aquello provocaba que fuera víctima constante de burlas por parte de algunas hadas, aunque también despertaba en otras hadas un sentimiento de lástima. Ella veía a las demás hadas extender sus alas y echar a volar. ¡Qué hermosa visión! Y, sin embargo, ella no podía levantar el vuelo. Ivell se sentía muy triste.

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Ocurrió, una noche de luna llena, que un joven humano se internó en el bosque y llegó hasta la zona del lago. Ahí, en la orilla, se sentó y se quedó contemplando la luna que esplendorosa se erguía en el firmamento. Las hadas comenzaron a revolotear juguetonas a su alrededor, pero el joven apenas les hizo caso, y continuó con la vista fija en la luna.

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-¿Qué pasa? ¿Es que acaso no somos lo suficientemente bonitas para ti? – preguntó enfadada una de ellas.

-No más que ese lucero que ilumina la noche – respondió el joven señalando a la luna.

Ivell no pudo contenerse y echó a reír al escuchar la contestación del muchacho. Las demás hadas la miraron enfurecidas, y el joven la miró con ternura.

-La sonrisa de esta hada sí lo es – dijo el muchacho para sorpresa de todas. Ivell se ruborizó.

-¡Pero si ella no sabe volar!! Ni siquiera ha desplegado las alas. Sin duda alguna es el hada más fea de la región – y rieron todas burlándose de la pobre Ivell. El hada entristeció.

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El joven se acercó al hada. “Vuela para mi”, le susurró al oído. Ivell sonrío. El silenció se hizo de repente, y el hada se convirtió en el centro de atención.

El hada y el joven se intercambiaron miradas y sonrisas de complicidad, y, entonces, para sorpresa de todos, desplegó Ivell las alas más bonitas que jamás el mundo pudo contemplar; y, ante la atenta mirada de todos, alzó el vuelo hasta el cielo.

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Ni la belleza de la luna podía ahora compararse con la hermosura y el resplandor que irradiaba Ivell suspendida en el firmamento. Se había convertido en el astro más brillante durante aquella noche, y podía ser observada desde el uno al otro confín.

La luna casi lloraba de envidia al contemplar la infinita hermosura del hada que, al menos aquella noche, le había robado el protagonismo. Por eso, desde aquella noche, Ivell fue apodada “Eclipse de Luna”.

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EL AMOR Y LA LOCURA

Cuentan que una vez se reunieron todos los sentimientos y cualidades del hombre. Cuando el aburrimiento bostezaba por tercera vez, la locura como siempre tan loca propuso: "Vamos a jugar a los escondidos". La intriga levantó el ceño extrañada y la curiosidad sin poder contenerse preguntó:

¿A los escondidos? ¿Y eso cómo es?

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Es un juego, explicó la locura, en que yo me tapo la cara y comienzo a contar desde uno hasta un millón, mientras ustedes se esconden, y cuando ya haya terminado de contar, el primero de ustedes que yo encuentre, ocupará mi lugar para continuar el juego. El entusiasmo bailó secundado por la euforia y la alegría dio tantos saltos que terminó de convencer a la duda, e incluso a la apatía, a la que nunca le interesaba nada. Pero no todos quisieron participar, la verdad prefirió no esconderse. ¿Para qué? Si al final siempre la hallaban, y la soberbia pensó que era un fuego muy tonto, en el fondo lo que le molestaba era que la idea no hubiese sido de ella, y la cobardía prefirió no arriesgarse.

Uno, dos y tres, empezó a contar la locura.

La primera en esconderse fue la pereza que como siempre, que como siempre se dejó caer tras la primera piedra del camino. La fe subió al cielo y la envidia se encontró tras la sombra del triunfo, quien por su propio esfuerzo había logrado subir a la copa del árbol más alto.

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La generosidad casi no alcanzaba a esconderse, cada sitio que encontraba le parecía maravilloso para alguno de sus amigos, que si un lago cristalino para la belleza; que si la rendija de un árbol: perfecto para la timidez; que si el vuelo de una mariposa: lo mejor para la voluptuosidad, que si una ráfaga de viento: magnífico para la libertad, y así terminó en ocultarse en un rayito de sol.

El egoísmo, en cambio, encontró un sitio muy bueno desde el principio, ventilado, cómodo, pero solo para él. La mentira se escondió en el fondo de los océanos, mentira, en realidad se escondió detrás del arco iris, y la pasión y el deseo en el cuarto de los volcanes. El olvido, se me olvidó donde se escondió, pero, eso no es lo importante, Cuando la locura estaba contando 999.999, el amor aún no había encontrado sitio para esconderse, pues todo estaba ocupado, hasta que al fin divisó un rosal y enternecido decidió esconderse entre sus flores.

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Un millón contó la locura y comenzó a buscar. La primera en aparecer fue la pereza sólo a tres pasos de una piedra.

Después se escuchó a la fe discutiendo con Dios sobre zoología y a la pasión y el deseo las sintió en el vibrar de los volcanes. En un descuido encontró a la envidia, y claro, pudo deducir donde estaba el triunfo. El egoísmo no tuvo ni que buscarlo, el solito salió de su escondite, resultó ser un nido de avispas.

De tanto caminar, sintió sed y al acercarse al lago descubrió la belleza, y con la duda resultó todavía más fácil, la encontró sentada cerca sin decidir aun de que lado esconderse.

Así fue encontando a todos. El talento, entre la hierba fresca, a la angustia, en una oscura cueva, a la mentira, detrás del arco iris, mentira si estaba en el fondo de los océanos, y hasta encontró al olvido, ya se le había olvidado que estaba jugando a los escondidos.

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Pero sólo el amor no aparecía por ningún sitio. La locura buscó detrás de cada árbol, bajo cada arroyuelo del planeta, en las cimas de las montañas, y cuando estaba por darse por vencido divisó un rosal, tomó una horquilla y comenzó a mover las ramas, cuando de pronto, un doloroso grito se escuchó. Las espinas habían herido los ojos del amor. La locura no sabía que hacer para disculparse, lloró, rogó, imploró, pidió perdón y hasta prometió ser

su lazarillo.

Desde entonces, desde que por primera vez se jugó a los escondidos en la tierra: El amor es ciego y la locura siempre lo acompaña.

 

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La llave de la felicidad

El Divino se sentía solo y quería hallarse acompañado.

 

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Entonces decidió crear unos seres que pudieran hacerle compañía. Pero cierto día, estos seres encontraron la llave de la felicidad, siguieron el camino hacia el Divino y se reabsorbieron en Él.

Dios se quedó triste, nuevamente solo.

Reflexionó.

Pensó que había llegado el momento de crear al ser humano, pero temió que este pudiera descubrir la llave de la felicidad, encontrar el camino hacia Él y volver a quedarse solo.

Siguió reflexionando y se preguntó dónde podría ocultar la llave de la felicidad para que el hombre no diese con ella. Tenía, desde luego, que esconderla en un lugar recóndito donde el hombre no pudiese hallarla.

Primero pensó en ocultarla en el fondo del mar; luego, en una caverna en los Himalayas; después, en un remotísimo confín del espacio sideral.

 

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Pero no se sintió satisfecho con estos lugares. Pasó toda la noche en vela, preguntándose cuál sería el lugar seguro para ocultar la llave de la felicidad.

Pensó que el hombre terminaría descendiendo a lo más abismal de los océanos y que allí la llave no estaría segura. Tampoco lo estaría en una gruta de los Himalayas, porque antes o después hallaría esas tierras. Ni siquiera estaría bien oculta en los vastos espacios siderales, porque un día el hombre exploraría todo el universo.

 

Espacio

 

 

¿Dónde ocultarla?, continuaba preguntándose al amanecer.

Y cuando el sol comenzaba a disipar la bruma matutina, al Divino se le ocurrió de súbito el único lugar en el que el hombre no buscaría la llave de la felicidad: dentro del hombre mismo.

Creó al ser humano y en su interior colocó la llave de la felicidad.

 

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Si nos atenemos a los extraordinarios mitos y leyendas de los indígenas Muzos, las esmeraldas colombinas son únicas y las más hermosas y finas del mundo puesto que en realidad son lágrimas de una diosa.

 

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Cuenta la leyenda que para los indígenas Muzos , amos y señores de la región esmeraldífera, Are, un dios fabuloso y aéreo en forma de una inmensa sombra inclinada, asomó de los lados de gran río (Magdalena), atravesando en lento vuelo la inmensidad del espacio y al vaivén de su paso, según la mayor o menor detección de su movimiento iban surgiendo las montañas y los valles.

 

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"Are, supremo creador del territorio y del pueblo de los Muzos, se detuvo a las orillas del sagrado río Carare y de un puñado de tierra formó dos ídolos que llamó Fura (mujer) y Tena (hombre), que arrojó después a la corriente en donde, purificados por los besos de la espuma, tomaron aliento y vida" , siendo ellos los dos primeros seres del linaje humano. Are les señaló los linderos de sus dominios, les enseñó a cultivar la tierra, fabricar loza, tejer las mantas y a luchar bravamente para defenderse de las fieras y los seres extraños. Les inculcó la libertad sin límites, les puso el sol, la luna y las estrellas, y para que gozaran de la tierra, les concedió el privilegio de una perpetua juventud a cambio de que el amor fuera único entre los dos.

 

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La sentencia del dios Are, de que Tena tendría que suicidarse y Fura deberá sostener el cadáver de su eterno amante en sus rodillas durante ocho días se cumplió. Cuidadosamente afiló Tena su macana, a amanera de puñal, y recostado en las rodillas de Fura se atravesó el corazón. Inmenso fue el dolor de Fura… sus gritos de dolor al perforar en ecos la quietud de la selva, reventaron convertidos en bandadas de multicolores mariposas y sus lágrimas, sus torrentes de lágrimas, se fueron transformando al beso del sol en una cordillera de montañas de esmeralda.

 

 

 

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Zarbi, convertido en peñasco por Tena, se transformó en un torrentoso río que enfurecido arremetió contra Fura quien sostenía a Tena en sus rodillas y los separó para siempre convirtiéndolos en dos peñones que cortados a tajo, se miran todavía, separados por la atropellante corriente del río Zarbi, hoy conocido como el río Minero.

 

 

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Fura y Tena fueron finalmente perdonados por el dios Are, quien les puso como guardia para vigilar los peñones; una guardia permanente de tempestades, rayos y serpientes; permitiendo que sean siempre las aguas del río Minero, "sangre de Zarbi, las que descubran, clarifiquen, laven y abrillanten las esmeraldas de Muzo, lágrimas de la infiel y arrepentida Fura.

 

 

 

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En el siglo X, el eminente monje Fa-Yan dirigía un templo budista que se alzaba cerca de una ciudad del sur de China. En ese mismo templo vivía el honesto monje llamado Tai-Quin, que era despreciado por ser un poco descuidado.

 

Una vez, después de las oraciones diarias, Fa-Yan preguntó a sus hermanos de monasterio:

 

— Si un tigre aparece con una campanilla atada al cuello, ¿quién podrá desatarla?

 

 

Animales

 

 

Todos se quedaron perplejos, pues desatar la campanilla del cuello del tigre sería una temeridad. El tigre es una animal muy temido en aquellas latitudes. Es imposible que una persona pueda acercarse a su cuello para quitarle un cascabel. Por este motivo, aunque pensaban y pensaban, nadie se atrevía a dar una respuesta válida.

En ese momento entró el monte Tai-Quin, y el eminente religioso repitió la pregunta.

 

El monje que acababa de entrar respondió con la punta de la lengua:

 

— La campanilla debe ser desatada por quien la hubiera atado.

 

Esta frase se tornó en un proverbio para el pueblo, por eso en China la gente no dice: “Debe resolver el problema quien lo creó”, sino que utiliza el dicho “la campanilla debe ser desatada por quien la ha atado”.

 

Una de las primeras muestras de coherencia que siempre deben dar las personas es ser responsables de sus actos.

 

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LA MISIÓN DEL COLIBRÍ

Cuentan que hace muchísimos años, una terrible sequía se extendió por las tierras de los quechuas.

Los líquenes y el musgo se redujeron a polvo, y pronto las plantas más grandes comenzaron a sufrir por la falta de agua.

El cielo estaba completamente limpio, no pasaba ni la más mínima nubecita, así que la tierra recibía los rayos del sol sin el alivio de un parche de sombra.

Las rocas comenzaban a agrietarse y el aire caliente levantaba remolinos de polvo aquí y allá.

 

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Si no llovía pronto, todas las plantas y animales morirían.

En esa desolación, sólo resistía tenazmente la planta de qantu, que necesita muy poca agua para crecer y florecer en el desierto. Pero hasta ella comenzó a secarse.

 

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Y dicen que la planta, al sentir que su vida se evaporaba gota a gota, puso toda su energía en el último pimpollo que le quedaba.

Durante la noche, se produjo en la flor una metamorfosis mágica.

Con las primeras luces del amanecer, agobiante por la falta de rocío, el pimpollo se desprendió del tallo, y en lugar de caer al suelo reseco salió volando, convertido en colibrí.

 

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Zumbando se dirigió a la cordillera. Pasó sobre la laguna de Wacracocha mirando sediento la superficie de las aguas, pero no se detuvo a beber ni una gota. Siguió volando, cada vez más alto, cada vez más lejos, con sus alas diminutas.

Su destino era la cumbre del monte donde vivía el dios Waitapallana.

Waitapallana se encontraba contemplando el amanecer, cuando olió el perfume de la flor del qantu, su preferida, la que usaba para adornar sus trajes y sus fiestas.

Pero no había ninguna planta a su alrededor.

Sólo vio al pequeño y valiente colibrí, oliendo a qantu, que murió de agotamiento en sus manos luego de pedirle piedad para la tierra agostada.

Waitapallana miró hacia abajo, y descubrió el daño que la sequía le estaba produciendo a la tierra de los quechuas. Dejó con ternura al colibrí sobre una piedra.

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Triste, no pudo evitar que dos enormes lágrimas de cristal de roca brotaran de sus ojos y cayeran rodando montaña abajo. Todo el mundo se sacudió mientras caían, desprendiendo grandes trozos de montaña.

Las lágrimas de Waitapallana fueron a caer en el lago Wacracocha, despertando a la serpiente Amarú. Allí, en el fondo del lago, descansaba su cabeza, mientras que su cuerpo imposible se enroscaba en torno a la cordillera por kilómetros y kilómetros.

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Alas tenía, que podían hacer sombra sobre el mundo.Cola de pez tenía, y escamas de todos los colores.

Cabeza llameante tenía, con unos ojos cristalinos y un hocico rojo.

El Amarú salió de su sueño de siglos desperezándose, y el mundo se sacudió.Elevó la cabeza sobre las aguas espumosas de la laguna y extendió las alas, cubriendo de sombras la tierra castigada.

El brillo de sus ojos fue mayor que el sol.Su aliento fue una espesa niebla que cubrió los cerros.De su cola de pez se desprendió un copioso granizo.

Al sacudir las alas empapadas hizo llover durante días.Y del reflejo de sus escamas multicolores surgió, anunciando la calma, el arco iris.

 

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Luego volvió a enroscarse en los montes, hundió la luminosa cabeza en el lago, y volvió a dormirse.

Pero la misión del colibrí había sido cumplida…

Los quechuas, aliviados, veían reverdecer su imperio, alimentado por la lluvia, mientras descubrían nuevos cursos de agua, allí donde las sacudidas de Amarú hendieron la tierra.

 

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Y cuentan desde entonces, a quien quiera saber, que en las escamas del Amarú están escritas todas las cosas, todos los seres, sus vidas, sus realidades y sus sueños. Y nunca olvidan cómo una pequeña flor del desierto salvó al mundo de la sequía.